En 2008, el neurocientífico John-Dylan Haynes llevó a cabo en el centro Bernstein de Neurociencia Computacional (Berlín) un conjunto de experimentos orientados a conocer más a fondo los mecanismos del libre albedrío en los seres humanos. El equipo de científicos empleó un escáner cerebral para investigar qué ocurre en el cerebro humano justo antes de tomar una decisión.
En el estudio se pedía a los participantes que se tumbaran dentro de un tomógrafo por resonancia magnética (TRM) con un pulsador en cada mano. Las instrucciones eran sencillas: debían apretar el botón que quisieran en el momento que desearan. Sólo se les pedía que recordaran el momento exacto en que habían decidido apretarlo. Tras analizar los datos, los resultados fueron sorprendentes: se podía predecir hasta con diez segundos de antelación qué decisión iban a tomar los participantes. El cerebro “sabía” qué iba a hacer hasta diez segundos antes de que esas personas fueran conscientes de su propia decisión.
Investigaciones anteriores habían demostrado que se podían predecir las intenciones de alguien a partir de su actividad cerebral, pero nunca se había demostrado que se pudiera prever una decisión tomada en el futuro.
Este trabajo nos lleva a preguntarnos: ¿realmente hace falta ser consciente de una decisión para tomarla? Según los resultados del equipo de Haynes, no. Nuestros futuros actos están determinados sin necesidad de que lo sepamos. De alguna manera, las acciones se planifican a un nivel subconsciente y el que nos demos cuenta de ellas puede acabar sirviendo más para guardar un registro o reflexionar sobre ellas que no para que tengan lugar. Aun así, las limitaciones del experimento de Haynes eran evidentes: sólo se podía elegir entre dos alternativas con todo el tiempo del mundo por delante y eso reducía muchísimo el campo de opciones disponibles. Sin embargo, las bases neuronales de estos circuitos no tienen por qué cambiar frente a escenarios más abiertos. Como en un campo de fútbol.
Tomamos decisiones desde que nos despertamos por la mañana hasta que nos vamos a dormir por la noche, y en cada una de ellas se activa un conjunto de sistemas que trabajan desde la valoración de las distintas opciones, siguen con el testeo o elección de opciones y, por último, acaban desembocando en la propia decisión o acción elegida. En algunos casos, cuando tenemos tiempo suficiente, entrará más en juego la parte racional de nuestro pensamiento, elaborando un conjunto de proyecciones a largo plazo sobre el resultado de nuestras decisiones. En cambio, en los momentos en que se requiere una respuesta más inmediata, son las emociones las que toman una mayor relevancia.
Pero todas ellas siempre bajo la influencia de muchas variables como el contexto o las normas que configuran el espacio donde nos movemos. Si tengo el balón en los pies y dos defensas me cierran el paso, mi cerebro no contemplará la posibilidad de coger el esférico con las manos y salir corriendo del estadio.
¿Quiere esto decir que daremos con mejores alternativas cuanto más tiempo pensemos en ellas?
No necesariamente. La razón no siempre es más sabia que la emoción. Tal como explica Jonah Lehrer en su libro Cómo decidimos, el científico Ap Dijksterhuis llevó a cabo un experimento en el que los participantes evaluaban un grupo de automóviles. El objetivo era que decidieran cuál era el mejor y, para tal fin, se facilitaba a esas personas la información con las cualidades objetivas de cada uno de los modelos. Tras mostrar esos datos, a la mitad del grupo se le dejó cuatro minutos para pensar con calma cuál era el mejor coche, mientras que a la otra mitad se le entretuvo con otra actividad para después pedirles que contestaran, sin apenas tiempo para pensarlo, cuál era su mejor opción. De los que tuvieron tiempo para reflexionar, sólo un 25% de las personas acertaron con el mejor modelo. ¿Y en el caso de los que tuvieron que dejarse llevar por la intuición? Un 60%.
Esa es, sin duda, una gran noticia para los deportistas que se ven expuestos a la necesidad de tomar decisiones en cuestión de milésimas de segundo. Un regate, un pase o un tiro a puerta pueden acabar siendo la diferencia entre ganar o perder un partido. Y parece que esa parte menos consciente de nuestro cerebro se las apaña bastante bien a la hora de decidir. Volvamos a la reflexión inicial de este artículo: ser consciente de haber tomado una decisión llega después de la toma de dicha decisión. Pero lógicamente nuestro cerebro debe estar entrenado para, consciente o inconscientemente, elegir siempre la mejor opción entre las disponibles.
De ahí la relevancia del entrenamiento o la estrategia. Durante un partido, toda la información relevante no tiene por qué buscarse de forma consciente, pero tiene que estar ahí para que nuestro cerebro pueda acceder a ella.
Una persona que no haya entrenado nunca a fútbol no tendrá almacenada la información necesaria para conocer la técnica de este deporte o la forma en que juega su equipo. En cambio, a medida que vaya entrenando y ganando experiencia, su cerebro irá creando nuevas conexiones que le permitirán acceder en cuestión de milisegundos a los datos necesarios.
¿Qué hago cuando el defensa entra por mi izquierda? ¿Y si mis compañeros se distribuyen hacia la otra banda sin marcas? Debo entonces cambiar el juego hacia allí.
Cualquier deportista afirmará que, de la misma forma que conduciendo un coche, todo les sale de forma automática cuando apenas tienen tiempo para pensar. A pesar de tener que elegir entre infinitas formas de actuar o de moverse.
De una forma muy parecida, el jugador de póker profesional Michael Binger explica que sólo fue capaz de convertirse en campeón de ese juego cuando dejó de obsesionarse en contar las cartas o calcular probabilidades y empezó a dejarse llevar, en parte, por sus emociones e intuiciones menos racionales. Manejar grandes cantidades de datos, como las posibles combinaciones de cartas de los contrincantes o las que aún están por salir, puede llevar al bloqueo por un exceso de información. Y eso, a su vez, puede llevar a un jugador a no elegir, o a no elegir la opción óptima.
Tener la experiencia de miles de partidas, como Binger, o de partidos, como un jugador de fútbol, puede ser un factor diferencial a la hora de dejarse llevar por una corazonada. Porque no se estará confiando en el puro azar sino en dejar actuar al circuito neuronal más rápido en tomar una decisión. Una intuición nacida de un cerebro bien entrenado no significa lanzarse al vacío, sino saber, sin saberlo todavía, que estamos ante la decisión correcta.
Bibliografía
Dijksterhuis, A. (2006). “On Making the Right Choice: The Deliberation-Without-Attention Effect”. Science. 311(5763): 1005–1007.
Lehrer, Jonah (2011), Cómo decidimos, Barcelona: Paidós.
Soon, Chun & Brass, Marcel & Heinze, Hans-Jochen & Haynes, John-Dylan. (2008). Unconscious determinants of free decisions in the human brain. Nature neuroscience. 11. 543-5. 10.1038/nn.2112.
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